jueves, 2 de agosto de 2012


La terapia me ha hecho ir hacia dentro, caer en el ensimismamiento. Al principio fue divertido, saberse el poseedor de un secreto interno. La sonrisa de superioridad que se dibuja en los cuadros de Da Vinci.  Con las manos hago un cofrecito y al separar los dedos pulgares miro hacia dentro lo que a nadie le dejare ver. Nadie sabe porque sonrío, nadie es dueño de mis pasos, ni de mis desapariciones. Me mantengo allí pero siempre alejado, donde sólo yo sé estar, poco a poco me convierto yo también en un secreto. Soy un laberinto Borgiano, que a veces camino en la oscuridad de mi propio ser. Doy vueltas, dos, tres, cuatro, cinco... pero a cada una descubro algo nuevo, otra forma de afrontar las cosas.
A veces odio todo y a todos, me descubro vanidoso y me asusta un poco. Me sobreinformo con las redes sociales y me da asco, me da ganas de vomitar y mandar todo eso que no necesito saber a la chingada. Cerrar todo y desaparecer del ciberespacio, no tener 20 notificaciones diarias, no ver todo, no asquearme, no fastidiarme, no odiar solo porque puedo hacerlo, no sobreexplotar el sentimiento, “Querido Alberto” de Los Punsetes.
El día me pasa entre el sudor de la hora y media de gimnasio, las hojas de los libros prestados llenos de cuentos latinoamericanos y el sonido de las películas francófonas que tanto me gustan.
El último pretendiente parece pajarito, con unos ojos dormilones.
Salimos por las calles de esta ciudad-desierto a gritar, a tratar de desempolvar las cosas. Con el sol ardiente sobre la testa y las gafas de sol puestas. Nuestras manos aferradas a la esperanza. En una región donde hace calor la mayor parte del año y la lluvia que cae es casi nula, es difícil hacer una primavera. A veces me llega la duda de lo imprevisible, me contagio del sopor que todos experimentamos entre las 4 y 6 de la tarde, y del que algunos nunca han salido. Pero tantas manos trabajando, tantas voces que se hace una sola, me han dejado gratas experiencias. Guardo en un atlas viejo que conservo de la infancia, los que algún día serán souvenirs de juventud: Panfletos informativos, carteles, trípticos, la foto que salió en el periódico donde marchamos mi hermana y yo, cacerola y pancarta en manos. Espero algún día de viejos verla junto con otras fotos y decir: “mira, cuando éramos jóvenes y teníamos ganas, cuando creíamos en algo”. Yo me siento feliz con las marchas, y me lleno de energía cuando vamos cientos de personas hacia una misma dirección, y se me enchina la piel cuando sucede ese mágico momento, en que siento que todo el mundo calla para oírnos y nuestras cientos de voces se hacen una. No lo hago por gloria, de hecho a veces llego a cuestionarme porque lo hago. Tal vez ni yo crea en todo lo que pregonamos, ni crea en el cambio de este sistema podrido, que con sus manos huesudas de viejo agonizante se aferra y nos rasga, nos hace daño. Lo hago porque me siento bien haciéndolo, trabajando, esforzándome aunque sea un mínimo. Porque tengo la necesidad de hacer y sentirme parte de este capítulo en la historia. Me gustan las reuniones en las plazas públicas, identificarme con los compañeros, sentarnos bajo la sobre del arbolote, reunirnos en alguna casa y reír, compartir nuestras vidas tan diferentes por un ratito.
El aleteo amarillo en una jaulita rojo corazón, que encierra el canto del amor de juventud. Dos fantasmas juguetean en el patio, son niños con barbas largas y cejas blancas de anciano que se corretean. El verde de las hojas que toman el sol y que yo veo cambiar, nacer y marchitarse.
Al final siento que estoy en un sueño y tengo más miedo de que se vuelva eterno, a que llegue a su fin y tenga que despertar con los ojos adoloridos de tanto dormir.